La miseria económica actual en Venezuela, mezclada con violencia y crimen arraigados en la sociedad, se ha acentuado dentro de los centros de detención preventiva. Los retrasos procesales están separando a miles de mujeres de sus familias y niños durante meses o incluso años. El sistema penitenciario va más allá del umbral de lo que se considera no aceptable en las sociedades donde funciona la democracia. Casos de muertes por desnutrición, enfermedades infecciosas y disturbios. Las instalaciones están muy pobladas. Hay una extrema precariedad de las instalaciones sanitarias, los suministros son proporcionados por miembros de la familia. Falta asistencia médica. En este contexto de privación, las detenidas se encuentran en una situación muy vulnerable. Son mujeres de origen humilde. Sus vidas han estado marcadas por el abandono familiar, el abuso sexual o el trato violento. Se les acusa de contrabando de drogas, robo, porte ilícito de armas, secuestro, asociación para cometer un delito, corrupción de menores, infanticidio, terrorismo y saqueo de propiedad privada. Las causas del encarcelamiento también se extienden a la esfera política. La “ley contra el odio”, aprobada en enero de 2018, prohíbe cualquier protesta contra el gobierno y ha puesto a un gran número de mujeres tras las rejas. Tener una segunda oportunidad en sus vidas es una idea recurrente que casi todas tienen en mente.
¿Cómo continúan presas, algunas de ellas madres, sus vidas después de la liberación y se reúnen con sus familias? ¿Y qué nos dicen sus condiciones sobre el estado de la actual crisis venezolana? Frente a esta terrible realidad del sistema de justicia, una tarea obligatoria de debate público y acción política, no solo en Venezuela, sino en todo el mundo, es contribuir a la urgencia de establecer instituciones penitenciarias que no violen los Derechos Humanos de estas mujeres.
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